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Israel

Jerusalén, la meta soñada por millones de peregrinos en Semana Santa

Abr 17, 2006
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Su solo nombre hace estremecer a creyentes de los más insólitos rincones del mundo, cuyos rostros y acentos hacen de esta urbe un caso único. Parece como si las raíces de lo sagrado se hubiesen ensañado con su áspera geografía de manera enfermiza.

Los sucesos fundacionales se acumulan y superponen. En la misma roca del monte Moria fue el sacrificio de Abraham y la fuga de Mahoma al cielo. En el mismo cenáculo Jesús instituyó la Eucaristía, ocurrió Pentecostés y está enterrado el rey David. En el mismo Monte de los Olivos fue el prendimiento de Cristo y su ascensión a los cielos.

Cada gesto o suceso sagrado está fosilizado en la iglesia correspondiente, haciendo de este vecindario imposible una catequesis de piedra.

Imposible de comprender en lo íntimo, se puede sin embargo descifrar alguna de sus claves. Lo mejor para ello es acudir al mirador del paseo de Shérober, desde el cual se obtiene la panorámica más explícita. En el centro, la ciudad vieja o recinto amurallado (el que vemos fue levantado por Soleimán, en el siglo XVI, con siete puertas). A oriente, el Monte de los Olivos y el sector árabe, deslizándose caótico. A poniente, el monte Sión y la parte judía, nueva y arrogante, con perfiles de hoteles que preludian la ciudad moderna. Al sur, el valle del Cedrón, poblado sólo por sepulcros, por donde ascenderán los muertos el día del Juicio Final para entrar en la Ciudad Celestial por la Puerta Dorada.

Tras esta primera disección, lo mejor para entender Jerusalén es dejarse absorber por ella, perderse en el laberinto antiguo. En realidad, es la única manera de sentir Jerusalén. Escuchar la llamada a la oración de los almuédanos, mezclada con el toque de campanas de algún monasterio escondido, por callejas que semejan sótanos solitarios, atravesados por un costillar de arco o contrafuerte. Esquivar los abalorios piadosos de los mercaderes, incluso la tentación de los zocos, para perderse por los intestinos más secretos y vivos, allí donde se venden las frutas y la carne, y los tenderos fuman la pipa de agua o juegan al billar bajo bóvedas ojivales.

Casco viejo

Cada barrio (el casco viejo está dividido en cuatro: árabe, judío, cristiano y armenio) tiene sus propios olores y sonidos. Para judíos y árabes, la raya más enojosa es la que marca la llamada Explanada de las Mezquitas: es el monte Moria de Abraham, sobre el cual Salomón edificó su templo (rehecho por Herodes) y donde los omeyas levantaron la Mezquita de Omar, y luego la de al-Aqsa.

Los musulmanes disfrutan de la explanada y las mezquitas, los judíos tienen que contentarse con el muro de contención, conocido como Muro de las Lamentaciones, símbolo agridulce que recuerda la dispersión del pasado, pero también la gozosa posesión del presente.

Para los cristianos, el lugar más sacrosanto sigue siendo el Santo Sepulcro. En un galimatías inextricable de construcciones y sectas, se acumulan las cinco últimas estaciones de la Vía Dolorosa o vía crucis. El edificio rehecho por los cruzados reviste el monte Gólgota. Allí está el Calvario, cuya roca pueden tocar los peregrinos, y está el sepulcro de Cristo, unos metros por debajo. Cada centímetro está disputado por monjes abstrusos, que inciensan o prenden lámparas de aceite y velas, y posee una piadosa exégesis: la historia queda anulada por la fe.

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