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Policial/Judicial

Evangélicos en Brasil combaten el narcotráfico

May 13, 2009
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Parece una escena de otros tiempos: el pastor Andre Assis coloca sus manos sobre un muchacho y entona un canto religioso.

«¡Quémalo! ¡Quémalo! ¡Quema todo lo malo, todo lo perverso, todos los demonios que hay dentro de este chico, en nombre de Jesús lo vamos a quemar!», grita Assis. Su mano derecha suelta la cabeza del joven, como si estuviese extrayendo al diablo.

El chico, llamado Alessandro, se bambolea, con los ojos cerrados; le flaquean las rodillas, está como en trance. En ningún momento el muchacho suelta la pistola que una hora antes había usado para ahuyentar a la policía que intentaba ingresar a la favela. Alessandro integra una de las pandillas que controlan la mayor parte de las 900 favelas de Río.

«Estoy confundido, recibo la palabra de Dios y al mismo tiempo hago cosas malas, que destruyen vidas», expresó Alessandro, de 24 años, parado junto a otros seis jóvenes fuertemente armados en la «boca de fumo», un rincón de la favela donde se vende cocaína, marihuana y crack. «¿Si preferiría hacer otra vida? Claro que sí. Pero todos tenemos familias que mantener, y aquí no hay trabajo».

Enderezar las vidas de personas como Alessandro es el desafío que enfrentan el pastor Assis, de 36 años, y tantos otros predicadores evangélicos que son la única otra entidad organizada con presencia en las favelas aparte de los pandilleros. Assis trata de lograr con la palabra de Dios lo que no pudo conseguir la policía con sus armas: llevar la paz a los barrios de emergencia donde viven el 30% de los 6 millones de habitantes de Río y donde cada año mueren miles de personas en ajustes de pandilleros.

Brasil es el país católico más grande del mundo y el 70% de sus 191 millones de habitantes profesan esa fe. Pero hay unos 30 millones de evangélicos, tres veces más de los que había en 1980, según estadísticas del gobierno y de expertos.

Las iglesias evangélicas buscan nuevos adherentes y predicadores como Assis se internan en los barrios más peligrosos y también reclutan gente en las prisiones. Quieren conseguir fieles en todos los sectores de la sociedad y están convencidos de que toda persona tiene un alma que merece ser salvada.

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Los jefes de la banda Comando Vermelho (Comando Rojo) permitieron que un periodista de AP acompañase a Assis durante una visita a la favela un reciente sábado, con la condición de que no se identifique al barrio ni a los pandilleros.

Abundan las pandillas rivales que quieren controlar ese barrio. Y la detención de algunos pandilleros importantes en los últimos meses aumentó las tensiones.

A medida que uno se acerca a la favela controlada por el Comando Rojo, van desapareciendo los autos de lujo y la gente que va bien arreglada a la playa de Ipanema. En su lugar aparecen carruajes tirados por caballos en un paraje lleno de polvo. Muchachos bajo los efectos de la cocaína recorren las calles en motocicletas y niños descalzos le tiran piedras a unos chanchitos.

Algunos jóvenes venden drogas sentados en sillas. A sus pies se observan bolsitas de plástico con cocaína, marihuana y efectivo, de la cintura le cuelgan rifles de alto calibre y pistolas de 9 milímetros. Cada vez que uno se agacha a buscar saquitos con un gramo de cocaína para un cliente, se levanta una pequeña nube de polvo de coca.

Un chico de no más de 16 años que se dice le robó a un negocio está recibiendo una paliza a pocos metros del lugar donde un capo dará la entrevista. Poco después el chico es llevado adentro de la casa y se escucha el sonido de madera que se estrella contra los huesos.

Assis se pone de pie y espía del otro lado del muro. Escandalizado, mira al capo como implorándole que ponga fin a la golpiza. El pandillero no dice nada y el religioso vuelve calladamente a su lugar, sin intervenir.

«Es el tribunal de la favela, así funciona», comentaría más tarde. «A la primera infracción, te dan una paliza pero no te matan. A la segunda te dan balazos en las dos manos. A le tercera te ejecutan».

El evangélico sabe cuáles son los límites, cuándo puede intervenir y cuándo no, cuándo se puede pedir clemencia para alguien a un capo. Asegura que logró impedir algunas ejecuciones y salvar algunas vidas.

Salvar las almas es otra historia.

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Carlos Agusto, de 19 años, se sienta en un banco de madera de la modesta iglesia Asamblea de Dios en la favela Vila Carioca. Hace cuatro meses dejó de pertenecer al Comando Rojo en una villa vecina. Posa uno de sus delgados brazos en los hombros del pastor, y lo mira fijo mientras Assis habla de salvarlo.

Carlos se frota las manos, como calentándolas.

Dice que recibió un balazo en su mano derecha en un tiroteo con la policía. Otro pandillero le dio un balazo en la mano izquierda cuando un tribunal de su favela dictaminó que se estaba quedando con más dinero que el que le correspondía por la venta de cocaína.

Un pariente de Carlos llamó a Assis, quien ubicó al pandillero en una de sus frecuentes visitas a un hospital.

«Estaba casi muerto cuando lo vi por primera vez», relata Carlos. «Lo primero que me dijo fue que sobreviviría y que al salir del hospital estaría salvado».

Carlos, quien desea ser pastor evangélico, fue uno de 20 jóvenes rescatados por Assis en los dos últimos años. El predicador les encuentra refugio o los recibe en su pequeña iglesia.

El pandillero se levanta la manga de su camisa y muestra un tatuaje de Cristo. Se lo hizo a los 15 años, el mismo día en que le tatuaron su apodo de pandillero, Gugu, en el mismo brazo, un poco más abajo.

Las cicatrices de los balazos en las manos se parecen a las heridas de Jesús cuando fue clavado a la cruz. Carlos dice que no se pueden comparar. «Estos no son signos de salvación, sino las manchas dejadas por una vida dedicada al crimen».

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De vuelta en el refugio de los pandilleros, el líder de la banda, de 26 años, explica por qué permite que Assis y otros pastores ingresen a su territorio.

«Si uno de mis hombres decide que la iglesia le ofrece una vida mejor, no hay problema. El pastor puede venir y llevarse a esa persona. Hay 20 chicos listos para tomar su lugar», afirmó. «Si no sirven para esta vida de delincuente, el pastor nos hace un favor, llevándose a los más débiles».

Una docena de pandilleros vigilan el lugar, a la espera de que vuelva la policía, con la que hubo un tiroteo hace media hora.

La mayoría parece bajo los efectos de la marihuana o la cocaína. El jefe, no obstante, parece lúcido y relajado. Lleva un sombrero de pescador, una camiseta Nike y dos pistolas Cherokee de 9 mm.

«No veo a la iglesia como una competencia por el poder. De hecho, la mayoría de nuestros líderes aceptan la palabra de Dios y la doctrina de la iglesia», manifestó.

«Deben entender esto: El que yo haga este tipo de vida no quiere decir que no crea en Dios. No tengo duda de que Dios me salva cuando me disparan», agregó, señalando hacia sectores de la pared donde hay balazos. «Ha habido balazos que me pasaron tan cerca que me rasgaron la camisa. Pero sigo vivo. Estoy convencido de que Dios me protege».

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Se pone el sol y, después de cuatro horas en la favela, llegó la hora de irse. «De noche, aquí hay más armas que personas», dice Assis.

Mientras recorre la favela, Assis cuenta por qué va a sitios que otros predicadores evitan. «Queremos llevarle la palabras del Señor a los traficantes porque allí es donde empieza la violencia. Si los podemos calmar, algún día podremos poner fin al baño de sangre».

Assis saluda a todos, residente y traficantes. Les de la mano, palmadas en la espalda, sonríe y les pregunta por sus hijos y sus familias. Termina las conversaciones recomendándoles que vayan a la iglesia el domingo siguiente.

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